lunes, 23 de abril de 2007

Alejandro Sanzasanzabalos@telefonica.net

Según parece, respiré por primera vez el día 14 de abril de 1928, en Alcalá de Henares, en la casa de mis padres. Tomé las aguas bautismales, como era costumbre en esa época, y en mi familia, con tres días de vida, en la Iglesia Magistral, situada a pocos metros de la casa donde nací. Me pusieron bajo el patrocinio de los Niños Mártires y por eso desde entonces soy conocido como Justo P. Huertas Pavón.

Mi padre, Andrés Huertas Pimentel, fue médico cirujano y en Alcalá de Henares era conocido como el médico de los pobres. Mi madre, María Teresa Pavón Lope, fue una señorita de clase bien, dedicada a tocar el piano, ir a misa y hacer obras de caridad.

Su rancia y tradicional familia nunca perdonó que se casara, aunque hubiera sido por amor.

Cuando solo contaba con unos diez años de edad, una madrugada, protegidos por la oscuridad y portando las pertenencias más queridas, por causas que nunca me dijeron y nunca quise preguntar, mis padres y yo, abandonamos la ciudad complutense.

Recorrimos varias ciudades, usamos distintos medios de transporte y al final llegamos a Guadalajara, Jalisco, México. Al otro lado del mundo.

Nos instalamos en un barrio periférico de la ciudad y mi padre tardó algún tiempo en conseguir un trabajo estable. Durante el primer año, subsistimos con la venta de las joyas de mi madre y con los trabajos esporádicos, consultas domiciliarias principalmente, de mi padre.

A pesar de los años de penuria y privaciones recibí una esmerada educación y, una vez superada la mala fortuna, se consolidó mi formación y así, en 1954, con excelentes resultados, obtuve la licenciatura en Filosofía y Letras por la Universidad de Guadalajara. Algunos años más tarde tomaba posesión de la Cátedra de Historia de España en la misma universidad.

Los últimos años los he dedicado a cosas comunes, a enseñar Historia, a educar a mis dos hijos, a escribir algún que otro libro, y a amar a mi esposa, ya difunta.

Hace unos días, ya liberado de cualquier tipo de obligaciones y libre de ataduras familiares, regresé a Alcalá con intención de acabar aquí mis días, en esta ocasión solo, pero sin ocultarme de nadie ni de nada y con una holgada economía.

Después de un eficaz ejercicio de memoria y con ayuda de algunos documentos heredados de mis padres, localicé el lugar donde nací y viví los primeros años de mi vida.

La fortuna ha querido que la casa donde vine a este mundo y habité durante mis primeros años de infancia, perdure; está situada en la calle La Tercia y, numerada hoy con el ocho, se ha convertido en una bonita hostería. Encontré una de sus habitaciones libre.

Desde la habitación que ahora ocupo, y en la que me encuentro de maravilla, y que quizás sea una de las piezas que ocupaba mi familia, aunque reformada sustancialmente, se divisa parte de la Plaza de Los Santos Niños y la fachada principal de la Iglesia-Magistral, hoy Catedral de Alcalá de Henares.

Impulsado de una fuerza irresistible, y sumido en una extraña agitación, me lancé a recorrer las calles, sin rumbo fijo, contemplando todo con los mismos ojos del niño que fui sesenta y tantos años antes. La calle Mayor, la calle la Imagen, la calle Nueva, la plaza de Cervantes, la estatua del afamado escritor que le da su nombre, su casa un poco más atrás, el Hospitalillo de Antezana, la universidad, la capilla del Oidor, el ayuntamiento, el Círculo de Contribuyentes, el quiosco de la música...

Todo para mí es nuevo y a la vez me parece recordarlo. Nunca podré saber cómo estaba todo antaño, pero hoy me parece que he vuelto a nacer, que vuelvo a tener los años que tenía cuando los recorrí anteriormente. Todo me parece infinitamente grande al compararlo con mis recuerdos. Las calles son mucho más anchas, mucho más largas, y las columnas de la plaza y calle porticada más altas, más gruesas y más rústicas. La plaza inmensa se abre ante mí, rodeada de frondosos árboles y bonitos y floridos jardines en el centro.

Durante tres días estuve recorriendo las calles del centro histórico, lo que hoy queda de la antigua judería, el barrio morisco colindante, visité todas las capillas, los oratorios, las iglesias, los conventos, los colegios que encontré, sin prisa, con parsimonia, diría. No quedó una fachada, un edificio, un lugar, un jardín, un claustro sin ser examinado y archivado en mí, y comparado con mis recuerdos.

Al cuarto día de mi regreso a la ciudad no pude resistir más, decidí ir al río. Para mí el agua siempre ha tenido una atracción excepcional, casi mística: el lago Chapala ha sido siempre mi refugio, como el regreso a la infancia que siempre traía a mi mente la imagen del río Henares añorado. Además de recordarme mi primera infancia -en aquella época era claro, diáfano, y el baño en algunas zonas, delicioso- ha representado y representa mucho en mi trabajo y en mi vida: los pueblos de sus márgenes fueron el fundamento de mi tesis doctoral.

Más por instinto que por otra cosa llegué a las proximidades del río Henares; pronto descubrí el cordón verde de su cauce, próximo, muy próximo al casco antiguo, casi formando parte de él. Y allí, enfrente, sobre el caz, un edificio en ruinas. Lo reconocí sin dudas, El Molino de Cayo, creo que se llama o se llamaba. No estoy seguro de su nombre, es un dato que solo está en mi memoria, en el recuerdo de aquella visita, profesional, que mi padre hizo a su capataz herido y al que yo acompañé. Había sido atrapado por uno de los cangilones de madera, que movidos por la fuerza del caz elevaba el grano a la tolva del molino, todo de madera bruñida, lisa, brillante, desgastada por el uso y los años, de muchos años. El artesonado del mismo material, bello e igualmente antiguo. Hoy de todo aquello no queda nada: tan solo las paredes de mampostería, de ladrillo rojo, con manchas de humo ya antiguas...

Entusiasmado con mis recuerdos, y con la vista puesta en el cielo, donde estuvo el techo de madera del molino, permanentemente cubierto del polvillo blanco propio, no fui capaz de ver que las ruinas estaban habitadas y que estaba molestando a sus moradores con mi curiosidad.

-¿Le puedo ayudar en algo? -me preguntó un hombre joven, alto, delgado, de pelo rubio y lacio, que había salido de la casucha que ocupaba el lado izquierdo del enorme espacio de lo que un día fue el almacén de la fábrica de harinas. La chabola estaba hecha de restos, chapas, uralitas, maderas, y cubierta de una enorme lona azul que a guisa de techo cubría todo el chamizo.

El hombre me hizo la pregunta en un español que demostraba su origen extranjero, hablaba con un acento raro.

-¿Quiere usted algo? -volvió a preguntar ante mi silencio.

-No, nada, muchas gracias -contesté azorado por mi curiosidad e impertinencia-. Es que me estaba acordando de cómo estaba este lugar la última vez que lo vi, hace ya muchos años, cuando era un molino -comenté ya repuesto y con deseo de entablar conversación.

-Pues ya ve en lo que ha quedado -añadió un segundo hombre que salió de otra casucha similar, aunque más pequeña, que estaba adosada a la anterior. Mi nuevo interlocutor era rechoncho, moreno, muy moreno, algo mayor que el anterior, con un ancho bigote negro y el pelo oscuro rizado. Su aspecto físico y su forma de hablar me hizo suponer que era de origen árabe.

En unos minutos estábamos inmersos en una cordial conversación, un tanto rara por el lugar y la situación, pero no por ello menos interesante. Como si nos encontrásemos en la fiesta del embajador, nos presentamos:

-Me llamo Justo -dije rompiendo el hielo-. Soy de Alcalá, soy profesor de Historia, y he vivido toda mi vida en México, acabo de llegar.

-Mi nombre es Dimitru, soy de Moldavia, enólogo, me dedico a la elaboración de vino -aclaró ante mi cara de ignorancia y añadió- y estoy ilegal en España.

-Yo tampoco tengo papeles -añadió el otro- soy iraquí: era militar, piloto y he pedido asilo político en España; mi nombre es Zarek, Zarek Ahmad.

De buen agrado aceptaron la invitación a tomar algo que les hice y me dejé conducir por ellos, que daban muestras de conocer el entorno mucho mejor que yo, aunque fueran extranjeros.

Un poco más allá nos encontramos con el remanso de donde arranca el caz que movía el molino y que en mi infancia se usaba a guisa de playa, para bañarnos y tomar el sol en sus orillas.

Siguiendo el margen derecho, en sentido ascendente, mientras charlábamos como si fuéramos antiguos amigos, iba escudriñando el otro lado, el margen izquierdo que tanto y tantas veces había estudiado en los documentos y bibliografía.

-Ahora por fin podré pisar el mismo suelo que pisaron mis antepasados en los albores de la historia -pensé.

-Nací en Cahuel, un pequeño pueblo de la vega de Prut dedicado a la agricultura, al cultivo de la vid principalmente, por eso yo estudie enología en la capital de Moldavia, en la Universidad de Kishinev -comentó Dimitru mientras hacía un alto en la degustación de los bocadillos y las cervezas que nos estábamos tomando en el Merendero del Río.

-¿Por qué saliste de Moldavia? -pregunté curioso.

-En la segunda mitad de los noventa, en mi tierra, que se había independizado de la URSS, ser de origen ruso y judío, se hizo insoportable. Me tuve que marchar. Desde entonces he estado buscándome la vida por todos los países y regiones en los que se hace vino: Italia, Francia y España; he estado en La Rioja, en Jumilla, en Rueda, en Valdepeñas, en el Penedés, y en todos los sitios ha sucedido lo mismo, he trabajado como un burro y como no tengo papeles... -añadió casi llorando.

-Pasados esos cerros que se ven al otro lado del río, en la zona de Arganda, también se produce vino -comenté, con intención de consolarle más que otra cosa-. Es una tradición muy antigua, ya en la época anterior a la conquista de Roma se cultivaba vid en este territorio.

Tomé la palabra y más bien para hacer menos tensa la situación les hice una disertación sobre la historia de Alcalá de Henares y sus orígenes.

-Pues según dicen los historiadores romanos y lo que se ha podido saber por los estudios arqueológicos -comencé un tanto pedante- por esta zona, siempre cerca del cauce, es posible que, al otro lado del río, por esos cerros que ahora se llaman el Viso, el Ecce Homo y demás, vivieran los Carpetanos, un pueblo celtíbero que se dedicaban a la agricultura, a la ganadería y que no desdeñaban la caza y sobre todo la guerra.

-Quizás el primer nombre de la primitiva Alcalá fuera Ikesancom Kombouto -añadí- y era un asentamiento del pueblo carpetano ya bastante avanzado para el momento, con una organización muy jerarquizada socialmente. Contaban ya con cierta forma de gobierno presidido por una especie de monarca procedente de la élite guerrera e incluso acuñaron moneda.

-Los carpetanos era gente muy belicosa y difícil de dominar, se resistieron a otros pueblos de la Península Ibérica y a los cartagineses, aunque sucumbieron ante el poderío de Roma, que necesitaba el territorio ocupado por los carpetanos para construir sus calzadas que unieran el imperio y fundaron la ciudad denominada Complutum, en la que nos encontramos -rematé satisfecho con mi disertación.

Para no ser demasiado pesado no quise hacer referencia a la llegada de los pueblos del norte y a la España visigótica y su posterior conversión al cristianismo, y mucho menos a su intervención e importancia en la formación de nuestra cultura.

Fue imposible pasar por alto la presencia de los musulmanes en Alcalá, y sobre todo cuando nos dimos cuenta que desde donde estábamos y entre los árboles de una y otra ribera, a lo lejos sobre un cerro, destacaba, entre los cables y una torre de la conducción eléctrica de alta tensión, los restos de lo que parece ser una torre construida en ladrillo rojo.

-Veis ese torreón de allí enfrente -les dije indicando con el dedo-. Es el único vestigio exterior de entidad que ha quedado de la dominación musulmana. Parece ser que pertenece a la fortaleza de Qal'at'abd al Salam, (el castillo de Salam). De su nombre viene el nombre de Alcalá y se ha visto que en su interior quedan rastros de silos y un aljibe de planta rectangular y bóveda de cañón.

-¿Por qué abandonaste Irak, Zarek? -pregunté como distraído.

-Yo era militar, piloto -empezó a relatar entusiasmado-. Participé en la guerra contra Irán, desde 1986 hasta que terminó en 1988. Después participé en la Guerra del Golfo, y después de este conflicto me ordenaron bombardear ciudades y pueblos del Kurdistán iraquí, con bombas químicas. Eso no lo pude resistir, porque aunque nací en Kerbala, mi origen es kurdo, así que estrelle el avión y me lancé en paracaídas en Siria. Anduve por la región esperando que las cosas cambiaran, y al final vine a España y he pedido asilo político.

-Por cierto y hablando de bombas químicas -corté irónico-. Aunque se critica y con razón, al régimen iraquí de usar armas químicas, es curioso que se nos olvide que quizás el precedente más antiguo se lo debamos a la civilizada Roma y que sus primeras víctimas fueran nuestros antepasados carpetanos. Cuenta Plutarco -añadí- que cerca de aquí, en lo que hoy es Morata de Tajuña, Sertorio, un general romano, derrotó, aniquiló e hizo abandonar a todo un pueblo de sus casas -cuevas excavadas en la montaña- asfixiándoles con arcilla pulverizada, aventando montones de ese polvo, situados en puntos estratégicos.

Nos vimos varias veces más, nos encontrábamos en el centro de Alcalá, sobre todo por la tarde. Ellos trabajaban en una fábrica de pan de un polígono industrial situado a las afueras. Ganaban poco para el trabajo agotador que, noche tras noche, tenían que realizar, sin descanso, sin derecho a protestar. Pero se sentían felices de estar en una ciudad grande, moderna, abierta, llena de posibilidades y donde nadie les molestaba, donde se podían sentir libres, a pesar de todo.

Paseábamos con frecuencia por las calles del casco histórico y merendábamos en las tabernas típicas de la zona: a veces querían invitarme pero yo no les dejaba y ellos no se esforzaban. Realmente hicimos una buena amistad y nada significaba que fuésemos un cristiano, un judío y un musulmán y que tuviéramos distintas edades y culturas diferentes.

Con nuestras charlas, los tres aprendíamos de los tres. Lo mismo hablábamos de las repercusiones del comunismo en la Península Balcánica, como de los chiítas y sunitas, o de la permanencia de las cigüeñas en Alcalá y del problema de la peatonalización del centro, sin olvidar al cardenal Cisneros, la Biblia Políglota o el judío Antonio de Nebrija, autor de la primera gramática del castellano. Fue muy bonito poder hablarles de la cultura azteca y de las costumbres de aquella tierra, de las enchiladas, de los mariachis, los tacos y el tequila..

Zarek se sintió enloquecer la tarde que supo que en el año 891, Bagdad era la capital de todo el territorio en el que los españoles vivimos, aunque España como tal aún no existiera.

Ignoraba muchas cosas de su tierra, y para consolarle le argumentaba que otros muchos en muchos países muy modernos y poderosos olvidan que en las tierras que han machacado con aviones, bombas y misiles, se descubrió la escritura, los números y el álgebra, instrumentos sin los que hubiese sido imposible. Y que en la Mesopotamia, entre el Éufatres y el Tigris, nació la civilización con la que hoy podemos contar, y los muertos los anotamos con números arábigos.

Ayer por la tarde fui al molino, fui a buscar a mis amigos para invitarles a comer, celebrar mi cumpleaños y leerles estos folios que había escrito sobre nuestra amistad y no encontré a nadie. Las ruinas habían sido limpiadas, habían desaparecido las chabolas. No he sabido qué ha sido de mis amigos y no me siento bien, aunque he hecho todo lo posible por conocer su paradero.

Es de suponer que con la limpieza del molino, algunos habrán sentido que han limpiado su conciencia. Como si eso fuera así de fácil.